Correr el velo: el hamán y las mujeres del desierto

Llegué al pueblo de Tagounite, casi en la frontera con Argelia, de pura casualidad. A partir de un mensaje que recibí por la plataforma Couchsurfing me animé a tomar un ómnibus de 10 horas que me lleve a un pueblito olvidado de Marruecos. Ahí conocí a Lunja y su familia, fuertemente compuesta por mujeres. Con mucho traductor de celular de por medio, me invitaron a un hamán y pude espiar un poco de la cotidianeidad en el desierto.

Tengo la cámara en la mano como un juguete de esos que calman la ansiedad. Capaz lo estoy pensando mucho y debería ser más simple, pero las he visto tan resistentes a cualquier registro que ahora dudo de todo. Ella me sonríe mientras persigue al nieto de un año que todo lo toca, todo lo explora, todo se lo lleva a la boca. Le saco fotos a la tetera, a la ventana, a las marcas de inundación en la pared de adobe.

El niño se entretiene con una sandía y parece dar un poco de tregua. Ella se despatarra frente a mí visiblemente agobiada por la energía infantil, aunque sin dejar de sonreír. Respira hondo y parece estar encontrando su ritmo otra vez. “Es ahora”, pienso. Señalo la cámara y la señalo a ella, con pulgar para arriba como preguntando “¿está bien?”. Ella me sonríe, asiente y se acomoda el hijab negro para que no le sobre ningún mechón de pelo. Disparo y le muestro, sonríe. Me señalo la frente haciendo referencia a la suya, ahí donde se esconde su tatuaje ancestral. Asiente y me vuelve a mirar, esta vez corriéndose el velo para dejar la marca de tinta al descubierto. La tradición amazigh que se ha ido desdibujando con los años y la influencia del islam, parece escondida entre tanto ropaje contra la hostilidad del desierto.

Correr el velo, pienso.

***

—¿Querés venir al hamán con nosotras?

Hasta hace pocos días ni siquiera sabía lo que era el hamán, pero después de pasar año nuevo en un hostel de Marrakech lleno de trotamundos entendí las básicas: es un baño público, generalmente ubicado cerca de la mezquita, donde la gente iba a higienizarse antes de entrar al templo. Fue el primer lugar al que las mujeres podían ir solas y charlar tranquilamente, transformándose en los principales sitios de socialización. Con el desarrollo urbanístico y la posibilidad de poder bañarse en sus casas, los hamanes de las ciudades se transformaron en lugares recreativos, de relajación y spa

Sin embargo, en este pueblo a la entrada del Sahara, bastante caído del mapa y sin acceso a agua corriente, el hamán continúa cumpliendo el rol higiénico original. La posibilidad de ir acompañada por otras mujeres locales es única, ni siquiera tengo que pensar la respuesta a la pregunta.

Correr el velo, pienso.

***

Pago los 15 dirhams de la entrada y me dan un balde de 30 litros. La miro a Lunja como pidiendo ayuda y se mata de risa. La tela que le cubre la cabeza es la misma que sigue por el cuerpo, así que en un único movimiento se saca toda la ropa y queda en bombacha. Tiene el pelo largo y grueso atado en un rodete y un mechón teñido con henna.

Salvo cargar al hijo copio todos sus movimientos: apoyar mis cosas en un banquito, quedar en bombacha, poner el shampoo y jabón en el balde, caminar hasta una puerta y entrar al gran sauna donde treinta mujeres y varias niñas desnudas están sentadas refregándose la piel o masajeándose entre sí.

Me cuesta seguir a Lunja, siento que mi paso va en cámara lenta. Soy el blanco fácil de todas las miradas: me miran y sonríen, me miran y hacen muecas, me miran los tatuajes y la bombacha: una tanga negra bastante discreta para mi país, pero cuatro veces más chica que las que usan acá.

Al fondo hay una habitación más oscura y caliente, es tanto el vapor que al principio me cuesta respirar. En una esquina hay una gran pileta con agua hirviendo y Lunja rellena ¾ de mi balde con esa agua. La quiero tocar y me pega en la mano, “ni se te ocurra, está caliente”, parece decir con sus ojos de madre casi adolescente. Termina de llenar el balde con agua de una canilla fría y ahora sí me deja probar la temperatura. Antes de ir a bañar a su hijo me trae un baldecito pequeño y una lona de goma. Suponemos las dos que puedo seguir sola.

Por primera vez en cinco días el agua caliente me corre por el cuerpo. Es un alivio inusual, aunque esté acostumbrada a bañarme todos los días. Cada día en el desierto son semanas de tierra acumulada en la ciudad y hasta pareciera que la piel se me endureció en un ratito. Me pongo shampoo dos veces, disfrutando el masajeo como cuando voy a la peluquería y es otro quien me lava el pelo. Escindida de mis propias manos, me cuesta reaccionar cuando alguien más me empieza a raspar la espalda. Había leído que eso era normal, que las mujeres se limpian la espalda unas a otras, aunque algunas también lo hacen a cambio de dinero. “No, no, muchas gracias” intento decirle, pero no me entiende. Lunja ve la situación a la distancia, le grita algo y me sonríe.

Shampoo, jabón y crema de enjuague: después de 10 o 15 minutos no tengo mucho más para hacer, pero veo que el resto de las mujeres siguen en la misma mímica que cuando entré. Pasan minutos enteros refregándose un único rectángulo de piel con la vista clavada en un punto fijo, perdidas en la repetición, absortas, ausentes. Yo recojo mis cosas, meto todo en el balde y voy para la salida. En la caminata por el salón las arranco del espíritu meditativo, me miran con los ojos abiertos de sorpresa.

—¿¿Ya está?? ¿Terminaste? —me pregunta Lunja incrédula.

—Y sí —le contesto con una mímica rápida de jaboneo y shampoo, como explicando que yo me baño rapidito. Se ríe y quedamos en que yo vuelva a casa de la madre, allí nos encontramos para almorzar.

***

Camino zigzagueando por un circuito monocromático, de lejos no se distingue la tierra de las casas de adobe: son el camaleón de la arquitectura. Acá afuera veo a las mujeres otra vez tapadas, cubiertas de pies a cabeza por mandato religioso y contexto climático. Yo me cubro el pelo con un pañuelo para que la sensación de recién bañada dure un ratito más. Hay algo de ese velo que tiene sentido, cuida, protege. Y también, saber correrlo.

Correr el velo, pienso.